Dalva Silva, líder afrodescendiente de la comunidad quilombola de Santa Fe, Brasil

Gema Martín Borrego. Cáritas Española

Dalva Silva es una defensora de derechos humanos en su Brasil natal; una de esas mujeres valientes que se han atrevido a alzar la voz para pedir mejoras para su comunidad y denunciar las injusticias, a pesar de los riesgos y las amenazas que reciben

Historia de los quilombolas

Su historia es la de la comunidad quilombola formada por descendientes de los esclavos africanos, que huyeron y se establecieron en lugares aislados lejos de la civilización que les tenía prisioneros y subyugados. 

Hoy en día existen miles de esas comunidades, llamadas quilombos, en Brasil, aunque no todas han sido reconocidas por el Gobierno. El quilombo de Dalva, Santa Fe –ubicado en el Estado de Rondonia–, sí que ha conseguido que el Ejecutivo brasileño reconozca la titularidad de sus tierras, después de años de disputas con los hacendados y las empresas que invadían su territorio.

Esclavizada de niña

Pero la vulneración de derechos y la discriminación hacia las personas afrodescendientes sigue presente en Brasil. El testimonio de Dalva ilustra muy bien esta realidad: “Vengo de una familia de esclavos, yo misma lo fui –cuenta la líder comunitaria–; cuando tenía siete años, mi madre nos envió a mi hermano y a mí a la ciudad a vivir con otra familia, con la promesa de que nos darían estudios. Mis padres eran muy pobres y no podían criar a sus seis hijos. Pero esa familia nos esclavizó y pasamos mucha hambre”.

Dalva estuvo retenida hasta que una vecina se dio cuenta de que los hermanos estaban siendo explotados y esclavizado y, gracias a ella, consiguió salir de esa casa cuando tenía 14 años. 

Al volver a su pequeña comunidad, formada por 45 familias rodeadas de grandes haciendas y sin derechos ni servicios públicos, Dalva Silva se unió a otras personas de Santa Fe para crear una asociación que luchara por sus derechos, y por la titularidad de esas tierras en las que su pueblo vivía desde hacía muchísimo tiempo. “Los hacendados nos quitaron nuestras tierras, compraron casas a precios irrisorios, e incluso llegaron a quemar algunas para expulsar a los quilombolas”, recuerda.

Lucha por su pueblo

“Empezamos a trabajar en 2008, con el apoyo de la Iglesia, la Red Eclesial Panamazónica y Cáritas. Después de años de lucha en los tribunales y de varios estudios antropológicos que reconocían una organización social de nuestra comunidad, una historia y cultura común, y unos derechos originarios sobre las tierras que tradicionalmente habíamos ocupado, finalmente conseguimos la titularidad en 2019”.

Dalva reconoce que, a partir de ese momento, se han logrado algunas mejoras en la comunidad. “La gente tiene su propio hogar, con luz, donde puede hacer fariña [harina de yuca] “. Después de muchas reivindicaciones, también han conseguido que el municipio de Costa Marqués –del que depende la comunidad de Santa Fe– brinde servicios de transporte a los niños para que puedan ir a la escuela, que está a siete kilómetros de distancia. Además, ahora disponen de un pozo comunal que da 20.000 litros de agua; cada familia tiene acceso a esta agua.

“Nosotros siempre habíamos bebido de pozos familiares, y después de un análisis, descubrimos que el agua estaba contaminada debido a los productos agrícolas que los hacendados usaban en sus tierras y que habían penetrado en el subsuelo. Todos los pozos se condenaron porque estaban contaminados, y en 2020 conseguimos que se pusiera en marcha el pozo artesiano”, explica Dalva Silva.

Mucho por hacer

“En el papel tenemos muchos derechos, pero en la práctica no tantos –se lamenta esta líder comunitaria y agricultora–; no tenemos escuela, ni centro de salud, ni saneamiento básico”

Su principal reivindicación es un centro de salud con personal técnico, enfermeros, por ejemplo, que puedan socorrer pequeñas urgencias y atender los primeros auxilios. También piden saneamiento y una escuela para los niños, porque los pequeños salen de casa a las seis y media de la mañana y vuelven a las siete o las ocho de la noche. “Y necesitamos que se construya un puente de cemento, porque siempre que hay crecidas, el río se lleva el puente de madera, y nos quedamos aislados durante meses”, añade. “Hay muchas promesas que no se cumplen, pero no perdemos la esperanza. Hemos sufrido demasiado y ahora, al menos, tenemos cierta seguridad jurídica”, apunta.

“Aun así, los hacendados no respetan la titulación, entran en nuestro territorio, invaden las huertas y contaminan el río –denuncia Dalva–. En todo el Estado hay un problema grande de compra y venta de tierras, conflictos, amenazas…”.

Dalva reconoce que, aunque no ha sido amenazada directamente, siempre “existe ese miedo”. “Mi hermano, que fue presidente de la asociación durante diez años, fue amenazado de muerte, y yo soy consciente de que quien defiende los derechos humanos, pone su vida en riesgo. Mi mamá, que fue esclavizada, nos da mucho ánimo. Ella dice que tenemos que tener coraje, fe y esperanza. Con Dios, dignidad y coraje, seguiremos luchando, no solo por los quilombolas, también por los indígenas y ribereños de la Amazonía”.