Cuando los prejuicios pesan más que los años.

Gema Martin Borrego. Cáritas Española

Jacinto Pérez Herrero llega a la oficina a las 8:00 de la mañana. Es uno de los más madrugadores y tan puntual como lo ha sido toda su vida profesional; primero en Correos, donde estuvo 10 años, y luego en Hacienda, donde pasó otros 33; y siempre como “servidor público”, apostilla. 

“Me jubilé a los 65 años –cuenta Jacinto–. Y aunque yo pensaba continuar hasta los 70, circunstancias internas de la institución me llevaron a aceptar la jubilación”. Desde el primer momento fue consciente de que no sabría “estar sin hacer nada”. Además, tenía en mente lo que le había sucedido a un compañero, al que la pérdida de la actividad profesional, “que había sido toda su vida”, le resultó tan traumática que murió poco tiempo después. 

Nuestro mayor activo

Con el objetivo de seguir activo buscó “la manera de que Cáritas disfrutara del mismo trato que recibían otras instituciones no públicas, respecto de los beneficios de Loterías”. Contactó con Cáritas Madrid y Cáritas Española, y ambas le invitaron a participar en la institución, donde colabora desde hace 14 años. Con 79 años, es voluntario en las oficinas de Cáritas Española, y uno de los mayores activos –nunca mejor dicho- del Equipo de Donantes e Instituciones, donde aporta y comparte todos sus contactos, conocimientos y experiencias. 

¿Qué es el edadismo?

Pero a pesar de toda su experiencia, y de que su pericia con las nuevas tecnologías supera a la de muchos jóvenes, él también ha sufrido edadismo. “Así se denomina a la discriminación que sufren las personas por causa de su edad. Tanto las jóvenes, como las mayores”, apunta Teresa Villanueva, técnica del Equipo de Inclusión de Cáritas Española. “El edadismo es la manera en la que pensamos (estereotipos), sentimos (prejuicios) y actuamos (discriminación) con las personas, en función de su edad –continúa–. Actualmente, es considerada la tercera forma de discriminación, junto con el racismo y el sexismo” (ver cuadro Edadismo en Europa y España). 

No solo es la discriminación más frecuente, también es la más invisible. De hecho, a veces no somos conscientes de que la sufrimos o la aplicamos. “Lo más preocupante son los llamados microedadismos: esas discriminaciones cotidianas que, muchas veces, tenemos con la buena voluntad de “proteger” a las personas mayores y que, sin embargo, les va restando autonomía, poder de decisión o participación en espacios públicos”, apunta Teresa, responsable de los Programas de Mayores de Cáritas.

Edadismo en Europa y España

45% de los españoles mayores de 65 años dice sufrir edadismo. Fuente: “Informe Global sobre el Edadismo”, ONU, 2021.

En Europa, el edadismo es el tipo de discriminación más frecuente en todos los grupos de edad, -no solo los mayores-. Así lo mencionaron el 28 % de los encuestados, frente al 24 %, que denunciaron sexismo, y el 15 %, racismo.

La falta de respeto es la manifestación del edadismo más frecuente (41 %), seguida del maltrato a los mayores (23 %). Fuente: Encuesta Social Europea 2012.

Algunos “microedadismos”

Algunos ejemplos de edadismos diarios, tan comunes como reconocibles, son: presuponer que las personas mayores no son capaces de entender los avances tecnológicos; subir la voz o hablarles a gritos; hacer referencia al olor corporal como consecuencia de su edad; no dejarles hacer cosas solos por protección o seguridad; asumir que ciertos comportamientos o dolores se deben a la edad; usar diminutivos y lenguaje simplista; utilizar la palabra viejo como insulto. 

Jacinto nos da las claves de cómo perciben muchos mayores estos edadismos:  “Mi esposa y yo llevamos una vida independiente sin necesidad de ayuda [de hecho, son ellos un apoyo para sus hijos y nietos], me mantengo activo, tengo vida social y cultural, soy voluntario…, por lo que no siento una discriminación clara; pero sí soy consciente de algunas barreras, como las arquitectónicas, que dificultan nuestra movilidad y autonomía, o de las que nos apartan de la toma de decisiones en la esfera pública, despreciando nuestros conocimientos y experiencias. Lo mismo sucede en la actividad privada, donde se deja de contratar a personas por tener cierta edad, o se les prejubila, no por falta de dedicación o conocimientos, sino por edad”, censura.

Reconocer su valor social

En este sentido, Teresa destaca que las experiencias, sueños, posibilidades de aprender y de enseñar, de las personas mayores tienen un gran valor social que hay que reconocer, cuidar, mantener y potenciar. “Muchas de estas personas siguen sosteniendo económicamente a las familias; también cuidan y crían. Hay muchísimas personas mayores [como Jacinto] realizando voluntariado social, que dan gratis su tiempo para mejorar la realidad de otras personas, del medio ambiente, etc.”, señala.

“Las personas mayores, desde los 65 hasta los ¿105? años forman un grupo de edad tremendamente heterogéneo con diversas realidades, capacidades y habilidades –continúa Teresa Villanueva–. Reducirles a pensamientos simplistas como `todas las personas mayores son…’ es injusto, irreal y absurdo. Además que, en el mejor de los casos, todos vamos a llegar a mayores”.

El estigma de la soledad

Pili Castro, responsable del Área de Mayores de Cáritas Bizkaia

Todas las personas, independientemente de los años que tengamos, necesitamos tener relaciones significativas en las que nos sintamos bien y realmente conectadas. A pesar de que la soledad no tiene edad, tendemos a asociarla con las personas mayores, por tratarse de un colectivo en el que las pérdidas se acumulan y aumenta el riesgo de aislamiento.

¿Qué es la soledad?

or una parte, la soledad puede ser definida como una situación objetiva y cuantificable a través del número o frecuencia de las relaciones de una persona. Es lo que llamamos estar solo/a, y puede ser una situación puntual o duradera. 

Por otra parte, el término soledad también se refiriere a una experiencia subjetiva. Es la “soledad sentida”, que puede darse incluso en personas que viven con su familia o participan en muchas actividades, pero que no disponen de personas de confianza con las que compartir sus vivencias. En ocasiones, el sentimiento de soledad aparece tras una pérdida importante (por ejemplo, con la viudez) o un cambio en las relaciones sociales fruto, por ejemplo, de la jubilación. 

Esta soledad sentida, que es muy difícil de detectar, es especialmente importante cuando hablamos de mayores, pues tendemos a pensar que la presencia de la familia o de personas cuidadoras profesionales es suficiente para evitarla. Pero no es así. Las amistades son muy importantes. 

Intervenir contra la soledad

En Cáritas llevamos años acompañando a las personas mayores en su lucha contra la soledad, especialmente si éstas tienen dificultades de movilidad, problemas sensoriales, dependencia, edad avanzada, etc. Y, por mi experiencia, quiero destacar que este acompañamiento se realiza desde el respeto a la autonomía, valores y decisiones de cada persona. No es algo que se imponga. Solo se acompaña a quien lo desea.   

Aun así, en Cáritas todavía tenemos retos por delante:

Debemos escuchar a la persona mayor y comprender sus necesidades y expectativas. Por ejemplo, tendemos a organizar actividades grupales para favorecer el contacto con otras personas, pero puede que las relaciones que se establezcan no sean satisfactorias. Hace un tiempo escuché a una mujer contar que se sentía más sola en la residencia en la que había ingresado que cuando vivía en su domicilio, porque no se llevaba bien con su compañera de habitación. Y es que no todas las relaciones nos satisfacen en igual medida; algunas incluso nos generan malestar.

Participación ciudadana: Los vínculos con las personas voluntarias o el vecindario son muy importantes porque se establecen desde la gratuidad y, por tanto, desde la voluntad y libertad de las partes. Es verdad que las instituciones pueden, y deben, hacer mucho para evitar la soledad no deseada, pero las relaciones de cercanía y de cuidado mutuo requieren de la participación ciudadana.

Otro reto es evitar que la soledad de las personas mayores se convierta en un estigma, en algo de lo que avergonzarse. Muchas de ellas se sienten obligadas a justificar a sus familias –“es que tienen que trabajar” –, y que éstas se vean negativamente juzgadas –“cómo dejan vivir sola a su madre con la edad que tiene”–. También es difícil para una persona mayor expresar que se siente sola, por el halo de culpabilidad o de rareza que eso implica: “tiene mal carácter, algo habrá hecho para que los hijos no vayan a verla…”. El miedo a ser juzgado negativamente dificulta que expresen sus sentimientos y pidan ayuda contra la soledad.